El regreso de la dezinformátsiya rusa

Rusia, pobrecilla ella, es víctima de terribles amenazas externas que la han empujado a tener que asumir su legítima y patriótica defensa. Tal es, en síntesis, la versión que Moscú busca inocular en las mentes de sus ciudadanos, así como de los desprevenidos que siempre hay en el mundo.

Un cuento así, es claro, nada dice ni dirá del verdadero proyecto de poder que encarna el casi enajenado personaje que desató y se empeña en sostener una irracional e indiscriminada matanza en Ucrania.

La independencia de esta nación ahora agredida había sido oficialmente reconocida en julio de 1990 en medio del proceso que, al final, condujo a la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), extinción formalizada para la navidad del año siguiente. Como la segunda república en importancia después de Rusia, Ucrania era la mayor productora de granos, la principal fábrica de armas y un centro de alta tecnología nuclear y espacial de la Unión, además de un espacio estratégico para la defensa de su territorio. La declaración de independencia, respaldada por el 90% de su población en un referendo en diciembre de 1991, representó un duro golpe para la agonizante URSS.

La crisis terminal de la Unión Soviética era ya un camino que se avizoraba cuando el Partido Comunista de esa vieja potencia se disponía a celebrar el 70 aniversario de la revolución bolchevique de 1917. No era otra la razón por la que el secretario general del Comité Central de esa organización, Mijaíl Gorbáchov, a pocos meses de su nombramiento en 1985, tuvo el coraje de plantear una reorientación de la política de su país. La bautizó como perestroika (reestructuración) y la acompañó de medidas tendentes a concretar la democratización política, el capitalismo de Estado y la transparencia informativa (glásnost).

Sin embargo, esas iniciativas no llegaron a fructificar. El desmoronamiento secuencial de los esquemas del “socialismo real” en Europa oriental que empezó en 1989 y la propuesta de Gorbáchov en julio de 1991 de abandonar la ideología marxista-leninista y establecer un sistema socialdemócrata generaron las condiciones para el golpe de Estado que un mes después intentó revertir el proceso iniciado y reconstituir el modelo comunista. La resistencia ciudadana impidió que se concretara esa regresión, aunque no consiguió detener el debilitamiento del gobierno soviético, lo cual fue aprovechado por Boris Yeltsin, entonces presidente de Rusia, la más grande de las 15 repúblicas que formaban la Unión, para imponer un nuevo equilibrio de poder basado en la ola de nacionalismos que ya estaba en curso. El 8 de diciembre los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaron un tratado en que declararon disuelta la URSS y crearon la Comunidad de Estados Independientes, decisiones que fueron ratificadas trece días más tarde por 11 de las ex repúblicas soviéticas. El 25 de diciembre Gorbáchov renunció como jefe de Estado de la Unión Soviética y Yeltsin se hizo cargo del poder.

Un todavía desconocido Vladímir Putin fue designado primer ministro por Yeltsin, en su segundo mandato, en 1999, y acabó sucediendo al gobernante cuando éste dimitió el último día de ese año. Ahí comenzó su ya larga caminata al mando de la política rusa, pues fue electo presidente en marzo de 2000, reelecto en 2004 y volvió a ser primer ministro en 2008 al estar impedido para una tercera reelección consecutiva; pero nuevamente fue elegido presidente en 2012 y reelecto en 2018 para un segundo período de seis años. Este “zar de la guerra” y actual candidato a “tirano global” lleva, pues, un tercio de su vida (23 años) a cargo del poder en su país y hoy parece inspirado por la ambición expansionista que caracterizó al viejo “Imperio ruso” que tuvo presencia en Europa, Asia y América entre los siglos XIX y XX o, al menos, por la fuerza geopolítica del “Bloque del Este” que configuró Iósif Stalin en Europa al término de la segunda guerra mundial.

Putin, que aspira a ser reelegido siquiera por dos nuevos mandatos a partir de 2024, encabeza así un plan de reconstitución hegemónica que debiera recomponer la correlación internacional de fuerzas en el seno de una lucha intra-capitalista en la que los otros actores son los Estados Unidos de Norteamérica, China y la Unión Europea. Su violenta invasión a Ucrania es un primer paso, para ello y para sus objetivos personales, por lo cual está obligado a alcanzar algún grado de victoria que le permita mantener cierta legitimidad. Esto hace que no tenga reparos en ordenar masacres de población civil o la destrucción de ciudades y sugiere que quizá tampoco los tenga para incursionar en otros territorios o emplear armamento no convencional.

Por el momento, paralelamente a su incursión militar, en el marco de la doctrina de la “Guerra de nueva generación” o “Guerra híbrida”, Putin también ha tomado el control de la información y la ha convertido, como sucede en todo autoritarismo, en censura y en propaganda pura y simple, componentes básicos de la antigua dezinformátsiya que Stalin puso en práctica con las características de un sistema estratégico.

Aparte de invisibilizar su guerra no provocada mediante la prohibición de usar los términos “guerra” o “invasión” bajo pena de cárcel (en el eufemístico lenguaje oficial ruso hablan de “operación militar especial”), así como de evitar que se muestre la violencia perpetrada contra Ucrania, la desinformación estructurada por Moscú acude a estos argumentos centrales: el gobierno ucraniano asesinó a grupos que promueven la reunificación con Rusia (separatistas que operan en la región de Donbás desde 2014); Ucrania alberga a un régimen neonazi (apelación que  rememora la lucha soviética contra la invasión hitleriana de 1941); Ucrania fabrica armas químicas; la posible incorporación de Ucrania a la Organización del Tratado del Atlántico Norte supondrá una grave amenaza euro-estadounidense para la seguridad de Rusia; la única opción por la que se esfuerza Moscú es la paz y, por último, Ucrania ha sido parte de Rusia históricamente, por lo que su independencia es un sinsentido.

La deliberada distorsión de la realidad de los hechos que el gobierno ruso canaliza a través de sus propios mecanismos –como la cadena televisiva internacional Russia Today o la agencia de noticias Spútnik–, pero igualmente por vía de otros con escasa credibilidad (como TeleSUR, para la que sólo existe una “crisis”), implica un bloqueo informativo (y de conciencia) de vasto alcance. No son apenas los ciudadanos rusos quienes sufren sus efectos, sino incluso individuos de lugares tan distantes como Bolivia, donde uno se abstuvo de opinar sobre la invasión rusa porque “no está ahí”, otros en modo rebaño apoyaron tal agresión para sentirse anti-estadounidenses, y algunos, que fungen como diplomáticos, aparecieron en penosa condición de falsos equilibristas a tiempo de tener que pronunciarse al respecto.

La dezinformátsiya está entre nosotros. Hay que estar prevenidos frente a ella.

Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político.

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