La Española y el Muisca de Mariela Vargas Osorno

Esta es una novela de carácter mestizo. Cutzo, príncipe de Monguí, viaja por el río Funza hacia el paraíso del centro de la tierra en una balsa hecha de seda tejida por las arañas sagradas, enfrentando infinitos peligros. Al mismo tiempo, en la tierra media, la tierra de los vivos, su estirpe queda amparada por la Virgen de Monguí. Los descendientes del príncipe se mueven con la agilidad y resiliencia características de sus dos razas, ya mezcladas, la indígena y la española. Durante la Colonia, Ignacia (la española) y Miguel (el muisca) se enfrentan a los poderosos para defender su tierra y su cultura. Sus hijos y nietos marchan al lado de los comuneros y viven el proceso de Independencia. La historia de Colombia y la vida de los descendientes del príncipe de Monguí se entretejen en un mismo destino.

Algunos fragmentos del libro

«Abrumado por la soledad, camino de la eternidad, de repente oí una voz que me llamaba. — Príncipe… Cutzo de mi alma…

Su acento, a pesar de ser tan suave, rasgaba las entrañas de la tierra media, la tierra de los vivos.

Grité su nombre por encima de aquel lamento:

—¡Cawí, Cawí! ¡Acuérdate que ya estoy muerto!

¿Muerto?

Por un instante, me hice la ilusión de que aún estaba junto a ella, rozando sus labios con los míos… Pero mis labios estaban yertos. Eran incapaces de besar… Aunque codiciara la vida y la voz de Cawí atravesara el mundo subterráneo y me turbara tanto, yo ya no pertenecía al mundo de los vivos. Seguí oyendo su voz como un eco pegado a mis entrañas hasta que llegó el momento de internarme en el vientre de la tierra.

Estaba en mi primera muerte. Empezaba a vivir la hora de las tinieblas. Debía afrontarla solo. No había permitido que adormecieran y enterraran a mis mujeres conmigo. Era parte del juramento cristiano, y, además, yo sentía que ellas debían seguir en la tierra manteniendo la memoria de lo que éramos y habíamos sido.» » [Página 11]

«Soy Cutzo, príncipe de Monguí. El último. Dejo que mi voz atraviese el manto oscuro de la tierra para que cuente esta historia, la historia de mi muerte. Con mis ojos de tantos años atrás, miré por última vez el cielo del mundo de los vivos. Miré a Sua, el divino, el dios Sol. En vida, era peligroso mirarlo, pero hay cosas que los vivos no pueden hacer y los muertos, sí.

Fijé mis ojos en él. Entonces, vi que algo enturbiaba su semblante. ¿El vuelo de algún insecto de alas transparentes? ¿Una libélula entrometida? ¿O estaría empezando a llover con gotas tímidas, que yo, por haber dejado de pertenecer a la tierra media, ya no sentía? Fue cuando descubrí que por su cara de luz rodaban gruesas lágrimas. Y oí su despedida: —Yo, que teñí tus mejillas cuando eras niño, que brillé en las alhajas que protegían tu cuerpo de guerrero, que alegré la risa de tus días hasta la ancianidad, no te volveré a ver. Adiós, adiós, amigo fiel…

No pude apartar mis ojos de su llanto y no pude contener mis propias lágrimas, hasta que las suyas se oscurecieron y no las vi más. La claridad se perdía bajo el pesado párpado de la penumbra. Entonces, sentí que los vientos de oriente y occidente, del norte y del sur, me llevaban a las orillas del gran río Funza, el río sagrado de nuestra tierra, el que nos unía espiritualmente con los dioses, desde donde yo partiría. Sentí la hierba bajo mis pies desnudos. Me llegaba el perfume del bosque.» [Páginas 13-14]

«La oscuridad profunda Ya no iba por Quyca, el camino intermedio, la tierra de los seres vivos. Tampoco andaba por Guatquyca, el camino alto de los dioses. Estaba en Tynaquyca, el tercer camino, el subterráneo, el camino de los difuntos. La pendiente era tan pronunciada que la velocidad de la corriente aumentaba y aumentaba… Los remolinos formaban abismos profundos. Caímos en una boca de fauces tenebrosas y nos arrastró la oscuridad, cada vez más cerrada, más profunda, más hermética… El primer resplandor que había dado origen a las cosas se perdió y una tela de neblina, tenebrosa y espesa, envolvió el aire. Hasta que quedó la gran noche ciega del primer comienzo, y era como otra balsa oscura, hecha de cañas crujientes, que encerraba la mía. 17» [Página 17]

«Yo veía con claridad que la crueldad solo asfixia a quien la ejerce. Entonces quise invocar a Chiminigagua, la Luz de la Luz. Pero la luz se estaba quebrando ante mí. Me asaltó el temor de que dejara de existir. Vi el río, que ya era tanto el de la vida como el de la muerte, teñirse de tantos colores como había en mi cuarto traje. Vi que traía y llevaba gente de todos los tonos de piel y que todos se trataban como iguales. Comprendí que estaba viajando hacia la edad del futuro de la tierra de en medio.

Hacia el porvenir, hacia Fasinga, la novena edad. En ella todos hablaban una misma lengua, cantaban una misma canción. No tenían reyes, ni los míos, ni los extraños. Obedecían un poder que vivía en ellos mismos. Como si los dioses se hubieran ido del todo. Sentí hielo en el corazón, quería llorar con un llanto más grande que el río, que todos los mares. Y entonces los vi, iluminando mis lágrimas. Escuché el arcoíris de sus voces. No se habían perdido. Eran tan fuertes como el aire mismo, que parece que cediera ante el que se acerca y no cede nunca. Agua, sol, luna, tierra.» [Página 37]

«El príncipe de Monguí tuvo dos mujeres. A la primera, su amiga de infancia, la llamó Zaska, como la primera parte de la noche, la que trae el reposo y el sosiego. A la segunda, la que había llegado de repente a su vida, la llamó Cawí, como la aurora que anuncia la agitación y el ardor de un nuevo día.

Ellas se quedaron en la tierra de en medio mientras él viajaba hacia la eternidad. La nueva religión no permitía que las esposas de un príncipe fueran adormecidas para que lo acompañaran en su viaje. Cawí había querido rebelarse. Con tal de estar con él, había pensado en darse la muerte ella misma. Pero “no es cuando uno quiera, es cuando le toca”, y al final acató los deseos del hombre amado y no lo hizo.

Cawí le guardó luto por el resto de sus días. No entendía por qué el negro era el nuevo color de la congoja, pero se acostumbró a ponerse la falda negra, y debajo, sin que nadie la viera, en un duelo callado pero intenso, llevaba la enagua roja, de ese rojo utilizado por los suyos para guardar la pena y para guardar también la unión entre su espíritu y el de quien se había ido. Él tenía que saber que ella lo seguía amando.» [Página 53]

Comentarios del crítico y editor Enrique Pulecio Mariño

«La novela se despliega como un hermoso manto de personajes y acontecimientos recreados con un lenguaje rico, simple y hermoso que, aparte de ser convincente, es tremendamente conmovedor. Un mundo que, sí por un lado, al desplegarse, tiene la dura aspereza de lo épico, no desdeña la dulzura propia de la poesía lírica. Amor y heroísmo nos sorprenden a cada paso.»

«La presente novela se alza ante el mundo actual como un valiente desafío. Allí está implícito el sentido de un retorno a la naturaleza, pero sin discursos, sin teorías, sin alardes, quizás, sí, con algo de nostalgia, pero sobre todo con la fuerza persuasiva de la poesía. La novela se va convirtiendo en nuestras manos en una bella celebración de la vida y en un canto a la naturaleza.» «Aquí también están expuestos más de cien años de sucesos realmente ocurridos.

La prosa envolvente con su fecundo lenguaje vivifica esos tránsitos como si no existiera el tiempo. El Príncipe muisca, Cútzo, después de su muerte viaja por el submundo en busca del camino que lo llevará al paraíso. Tras arduas batallas con dioses malignos, desde un lugar de paso, el Príncipe puede ver cómo se desarrolla la vida de su descendencia en la tierra que los dejó. Son cinco generaciones que lo sucedieron: Miguel padre y Miguel hijo, Raymundo, Joaquín y Pedro Nolasco.»

Mariela Vargas Osorno

Nació en Tunja. Estudió literatura con la profesora Gabriela Mercedes Arciniegas. Forma parte de la Tertulia Literaria La Soledad. Abogada de la Universidad Externado de Colombia. Es doctora en Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Su tesis doctoral, titulada Un consejero inglés en la corte de Bolívar: Bentham en Colombia, recibió la calificación summa cum laude por unanimidad del jurado. Es autora de la novela El viaje del hombre dorado (Planeta) y de los libros Aritmética de la felicidad, Historia íntima de Jeremías Bentham: inspirador del liberalismo colombiano (Planeta) y La reconciliación entre España y Colombia a través de la Academia Colombiana de la Lengua (Revista de Estudios Hispanoamericanos).

Es miembro del Foro de Presidentes, de la Academia de Historia de Bogotá, de la Academia Boyacense de la Lengua, de la Academia Patriótica Antonio Nariño y de la Academia Monseñor José Joaquín Salcedo Guarín. Es cofundadora de la Fundación Festival Internacional de Historia y gestora del Festival Internacional de Historia – Villa de Leyva.

Si nuestros contenidos son de utilidad, te invitamos a compartir en tus redes sociales: